La Pérdida de los Ideales
Caída de una Civilización
Desde la antigüedad más remota de la que tenemos conocimiento, en toda época de disturbio y caos ha sido frecuente las lamentaciones por la pérdida de la moral. E incluso es un tema fundamental de conversación de cualquier generación al llegar a cierta edad, acusando a la nueva generación de falta de moral y pérdida de costumbres tradicionales. Es propio de la mentalidad conservadora condenar toda innovación, así como de la mentalidad progresista considerar todo lo nuevo como positivo. Y como además lo que hoy se considera moral mañana no lo será y pasado mañana volverá a serlo, la confusión es total al juzgar estos valores.
Sin embargo para la sociedad egipcia no existía la llamada mentalidad progresista, es decir el considerar que nos dirigimos hacia algún tipo de perfección más o menos lejana en el tiempo. Desde el comienzo de los tiempos Maat fue establecida, las leyes, los cánones, las instituciones fueron dadas en su máxima perfección (al menos para época, pues durante miles de años fue el único foco realmente civilizado), por consiguiente no existía anhelo por progresar sino más bien retornar al modelo primigenio, acercarse lo más posible al mismo, y todo lo que no fuese en esa dirección era perverso, era Isfet, el mal.
¿Cómo podemos distinguir la protesta conservadora generacional, digamos rutinaria, de una auténtica protesta ante una pérdida real de valores en una cierta época?. Evidentemente no se trata de la pérdida de una costumbre concreta o de una moral epocal determinada, sino más bien de una pérdida de fe de esa sociedad en sí misma, en sus propios ideales, cualesquiera que estos fuesen.
De hecho, si por ejemplo observamos las leyes, costumbres y creencias vigentes a lo largo de la vida del imperio romano, o durante toda la historia egipcia, éstas cambiaron, como era inevitable, pero al mismo tiempo la fe de estas sociedades en sí mismas, en los valores que portaban, les hicieron revitalizar lo esencial y al mismo tiempo cambiar sólo en lo accesorio. El imperio romano comenzó a caer cuando los romanos dejaron de creer en sí mismos, no fue a causa de la invasión de los bárbaros, que por otro lado durante más de mil años habían presionado sobre las fronteras del imperio.
Obviamente lo mismo podría decirse de un ser humano. Un hombre cualesquiera, por razón de su existencia, necesariamente ha de pasar por una infancia, una juventud, madurez, edad avanzada y muerte. Y no por ello podemos hablar de un hombre en crisis porque esos cambios se produzcan. Se está en crisis cuando el hombre pierde conexión con cualquier ideal superior que le sustentase y cuando ya no cree en sí mismo, en su capacidad de interpretar ese ideal, en su capacidad de perfección y acercamiento al mismo y de ser su testigo en el mundo, su expresión viva.
La llamada Civilización Occidental se ha transfundido al resto del mundo, ha establecido un marco de referencia, a veces destruyendo o aplastando otras expresiones culturales, otras veces ayudando con su propia tecnología y sistemas educacionales a rescatarlas. ¿Quién conocería hoy en día con precisión las costumbres de los masais, o de los aymaras, si no fuese por la capacidad de occidente para apreciarlo, registrarlo y difundirlas? Hoy un japonés puede apreciar la belleza de Machu Pichu gracias a Occidente.
Es precisamente esta civilización occidental todavía predominante, la que está ahora en entredicho. Pocos defensores de la misma se encuentran hoy. Indudablemente que ha cometido muchos errores, que ha aplastado otras formas de entendimiento humano, pero ¿dónde se encuentra la alternativa? ¿dónde está esa otra civilización con vocación universal y con el suficiente poder para sustituirla?
Occidente, sin reparar en sus propios fallos, ha creído que bastaba con difundir su tecnología y sus sistemas democráticos y de derechos humanos a las otras naciones para que inmediatamente se occidentalizaran. Ha creído que porque los ciudadanos de otros países usasen relojes, computadores, aviones, o hamburguesas, la tarea estaba acabada. Sin embargo el resultado ha sido el rechazo.
En muchas partes del mundo, en los últimos decenios, la tecnología y el conocimiento ha permitido levantarse a muchos pueblos, hacer que su nombre se conozca y formar líderes sociales y clases medias que en muchos casos han presentado a Occidente como la cuna de todos los males: el odio por lo occidental ha crecido en el mundo, la vuelta a las propias raíces es el tema esencial para esos otros pueblos, aunque se use para ello una tecnología occidental.
Pero lo peor para Occidente no proviene de lo anterior: pregúntese a cualquier pueblo del pasado subyugado por los romanos, o por los chinos, y encontraríamos la misma animadversión. Lo peor de toda esta situación es que esa ideología anti-occidental ha penetrado en Occidente, y en su seno encontramos muchos movimientos, artistas, intelectuales, filósofos y políticos que hacen el eje principal de su discurso la destrucción y condena de lo occidental, ya se trate de su arte, de su música, de su historia, filosofía o pensamiento político.
Esta es la verdadera pérdida de valores e ideales: el hombre occidental ha perdido la capacidad de reacción y la confianza en sí mismo. No se plantea la necesidad de la reforma de los propios valores, para engrandecerlos y perfeccionarlos, si no el escepticismo y la destrucción de los mismos en aras de una supuesta sociedad multicultural y multiétnica, que no es expresión de una nueva sociedad sino de una mezcla disolvente sin ánimo constructivo. No es que sea malo el multiculturalismo ni esa multietnicidad, sino que se usa como excusa para destruir lo propio.
La civilización occidental tiene que aprender a ser humilde, pero una humildad firme, silenciosa y segura, basada en repensarse a sí misma, en buscar qué es lo esencial, lo irrenunciable, lo que nos caracteriza, y en lo que todo occidental puede estar de acuerdo. Es irrenunciable el derecho a la libertad de pensamiento, a la libre circulación de ideas y hombres, son irrenunciables los derechos humanos, la igualdad de oportunidades, la búsqueda de la felicidad, de lo justo, lo bueno, lo bello y lo verdadero, el respeto por los demás en todas sus acepciones y diferencias de sexo, raza o creencias. Esto es lo irrenunciable, y nunca en aras de ningún tipo de multiculturalismo o multietnicidad, o comprensión por otras formas de vida, se puede permitir renunciar a estos valores.
Una acusación típica que se hace hacia a Occidente es la del doble rasero moral: condenar a China por el abuso contra los derechos humanos, al tiempo que se oculta lo mismo cuando se refiere a algunos aliados estratégicos como Arabia Saudí. Este doble rasero moral surge de la falta de creencia real en los propios valores, en jugar con ellos según la conveniencia del momento, y cuando se mercadea con los valores entonces es que ya no existen.
Esta es la auténtica clave de los periodos intermedios, porque cuando se pierde la fe en sí mismo, surge la desorientación, la dejación de las propias responsabilidades, a las cuales se las considera ajenas, el individuo no participa en la sociedad, a lo más la parásita y aprovecha, pero sin ánimo constructivo, y la dejación progresiva de las responsabilidades conduce al error, a la ineficiencia, y a que poco a poco el sistema se paralice, dejando huérfanos a millones de seres humanos sin un reemplazo que les de esperanza, ahí se encuentra el origen de las Edades Medias, cuyos signos se muestran en la simple conversación de salón o en un transporte público, en la actitud que todos tenemos ante lo que llamamos orden establecido.
Historiadores modernos, sociólogos, ecologistas, desde diversas perspectivas han tratado de explicar las causas que llevan al colapso de una sociedad. Así algunos historiadores, como Arnold J. Toynbee, ("Estudio de la Historia") explican que la élite de la sociedad tiene una función de liderazgo creativo, son los que aportan la dirección y las soluciones. Cuando estas élites pierden esa función, cuando simplemente mantienen un sistema sólo por las ventajas que les aporta a ellos exclusivamente, persistiendo en formas ya caducas que ya no dan soluciones efectivas, las masas entonces finalmente se rebelan y el sistema colapsa.
Otras veces las causas del colapso social se ha expresado bajo términos economicistas y energéticos, como sucede cuando el excedente de recursos dedicados a la clase dirigente que lidera una sociedad compleja no son suficientes, ni es re-pagado con la necesaria y adecuada función de dirección y orientación (Joseph Tainter, el concepto de tasa de retorno energético, en inglés EROEI o Energy returned on energy invested).
Otras corrientes apuntan a que la ignorancia de las leyes naturales ha producido catástrofes ambientales que han limitado los recursos y han hecho perecer a toda una civilización (Daimon, Jared, "How societies choose to Fail or Succeed") como en el caso de la Isla de Pascua o la civilización Maya, por explotación abusiva de los recursos naturales.
Otros han insistido en la necesidad de entender que existen ciclos históricos inevitables, parte de las propias leyes naturales, que nos llevarían desde un período espiritual, a otro materialista y "sensato", tal como ocurre con nuestra civilización occidental y positivista, para finalmente abocar a una síntesis de ambos, un periodo de idealismo social (Pitirim Sorokin, "Social and Cultural Dynamics") consecuencia de la experimentación fallida de los otros dos periodos.
Otros predicen que tras la era de las naciones, y de las confrontaciones ideológicas, nos dirigimos hacia la era de la Confrontación de Civilizaciones, y por tanto del posible colapso de alguna de ellas en aras de la predominancia de otra (Samuel P. Huntington, "The Clash of Civilizations")
No obstante, todas esas teorías, analizadas una a una, nos llevan a un mismo punto: los egipcios nos dan la clave de ello y también la posible solución, porque ellos no se plantearon la destrucción de lo propio sin más para sobrevivir, y la mera admisión de lo foráneo por ser novedoso o exótico, sino que de manera persistente volvieron una y otra vez a la esencia de sus valores.
Si Occidente se ha de salvar de su destrucción, arrastrando consigo la vida, en su sentido más profundo, de millones y millones de seres humanos, ha de buscar sus raíces esenciales, los puntos comunes sobre los que todos nos podamos apoyar, en los que todos podamos estar de acuerdo, hay que repensarse, hay que entender que frente a los errores cometidos todavía persisten los muros del Partenón y las Sinfonías de Beethoven, y la Carta de los Derechos Humanos, y que es posible volver a reeditarlos en el corazón de cada hombre del pueblo occidental.
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