jueves, agosto 31

La Isla del Buddha en Madrid

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La Isla del Buddha en Madrid

(Artículo publicado unas semanas antes del 15 de Agosto )

La vida transcurre a veces lenta o rápidamente, se desliza silenciosa o ruidosamente, hasta llegar a ese momento en que sabemos que se acerca a su fin. No queda mucho por decir, no queda mucho por hacer... o quizás, por el contrario, haya tantas cosas que gritar en voz viva y callamos, tantas cosas que hacer pero ante las cuales el cuerpo ya no responde.

Todo ser vivo sigue la misma pauta, y a mi parecer también los grupos humanos, como conjuntos vienen en oleadas, en generaciones juntas que nacen, crecen, maduran, dan de sí lo mejor como exuberantes frutos, y finalmente se marchitan, decaen y mueren. Y también ocurre con los Maestros, con las personas que tanto nos han enseñado, se marchan de nuestro lado, y quedamos como huérfanos, tristes y abandonados, melancólicos y a veces temerosos...

Ha ocurrido miles de veces, y seguirá ocurriendo, las oleadas de vida y sus maestros vendrán. Cada uno hará su papel, y luego el telón caerá sobre la escena.

En tiempos del Buddha, quizás para algunos el más grande ser humano que haya existido, también le llegó a Él su momento de partida. Una larga vida de peregrinaje y esfuerzo llegaba a su fin, y a pesar de haber alcanzado el Nirvana, cuando era joven, renunció al mismo, a aquello que todos deseamos, para continuar enseñándonos hasta una edad avanzada. Sus fuerzas decayeron y enfermó. Tras una recuperación transitoria, habló así con su discípulo Ananda:

Poco después que el Buddha se hubo recuperado de su enfermedad, salió de su morada y se sentó a la sombra del porche sobre un asiento extendido. Entonces el venerable Ananda se acercó al Buddha, se inclinó, y se sentó a un lado, y le dijo:

—“Señor, es fantástico que el Buddha se sienta ahora confortable y bien. Porque cuando el Buddha estaba enfermo mi cuerpo parecía como si estuviera drogado. Estaba desorientado, y las enseñanzas no eran nada claras para mí. Al menos me consolaba pensando que el Buddha no se extinguirá completamente sin al menos dejar algunas indicaciones a la Sangha, la Asamblea de los monjes mendicantes.

—¿Pero qué espera de mí la asamblea de mendicantes? He enseñado el Dharma sin hacer distinción entre enseñanzas secretas y públicas. Cuando se trata de enseñar, el Iluminado no tiene cerrado el puño como un maestro cualquiera. Si hay alguno que piense: “Me haré cargo de la Sangha de los Mendicantes”, o “La Sangha de los mendicantes está destinada para mí”, que haga pues tal declaración a la Sangha. No obstante, el Iluminado no piensa de esta manera, entonces ¿por qué debería hacer pues una declaración con respecto a la Sangha?

Ahora ya soy viejo, soy el mayor y el más antiguo. Tengo una edad avanzada y he llegado a la etapa final de la vida. Ahora tengo ochenta años. Así como un carro decrépito sigue funcionando apoyándose en correas, de la misma manera, el cuerpo del Realizado se mantiene apoyado en correas, o eso podrías pensar. A veces el Realizado, sin enfocarse en ningún signo particular, y con el cese de ciertos sentimientos, entra y permanece en inmersión en el corazón sin dar señales. Sólo entonces el cuerpo del Realizado momentáneamente es aliviado.

Así que Ānanda, sé tu propia isla, tu propio refugio, sin otro refugio. Que las enseñanzas sean tu isla y tu refugio, sin otro refugio. ¿Y cómo puede hacer esto un monje mendicante? Cuando un monje mendicante observa cada aspecto del cuerpo, perspicaz, consciente, atento, libre de deseo y aversión por el mundo. Cuando medita observando cada aspecto de los sentimientos, perspicaz, consciente, atento, libre de deseo y aversión por el mundo. Cuando contempla la mente, observándola perspicaz, consciente, atento, libre de deseo y aversión por el mundo.

De esta manera es como un monje mendicante, se convierte en su propia isla, su propio refugio, sin otro refugio. Así es como la enseñanza es su isla, su refugio, sin otro refugio.

Ya sea ahora o después de que haya muerto, cualquiera que viva siendo su propia isla, su propio refugio, sin otro refugio; con la enseñanza como su isla y su refugio, sin otro refugio, aquellos mendicantes míos que quieran practicarlo estarán entre los mejores de los mejores.” [Mahāparinibbānasutta]

Cada minuto que nos queda, cada segundo en que palpita el corazón, anuncia la pérdida irremediable de nuestro mundo alrededor, muriendo con nosotros. ¿A quién acudiré?, nos preguntamos, ¡Ojalá tuviese un Maestro! ¡Ojalá el Maestro siguiese vivo a mi lado!.

Pero si alguno vez estuvo realmente vivo es cuando resonó junto con tu Voz Interna, con ese otro Maestro que te acompañará hasta el último aliento y aún más. Y los versos, palabras, lecciones de tus Maestros hablarán todas al unisono, en tu memoria interna, en tu propia Isla, en la Isla Refugio, en la Cámara Secreta donde se guardan las enseñanzas.

viernes, agosto 25

Este Tren Destinado a la Gloria

Este Tren Destinado a la Gloria

Hay un tren especial y único, es muy largo, su camino se extiende en el tiempo y sus numerosos vagones parecen no tener fin. 

Cruza imperturbable océanos infinitos de mundos, incansable, eterno. Sólo tiene una parada, en la que unos leen Entrada y otros Salida. Incesante, el tren pasa una y otra vez por la misma parada doble, nadie sabe cómo; sin detenerse los pasajeros bajan y suben, una y otra vez. 

Para algunos ese tren lleva a la gloria, para otros sólo conduce al infierno, mientras que los demás desconocen su destino, sólo esperan que el tren acelere en su camino, sólo quieren oír la maquina funcionando todo el tiempo y el silbato estridente que de vez en cuando anuncia no se sabe qué.

En realidad, da igual lo que cada uno piense, la maquina se moverá siempre imperturbable, porque sólo cambia el destino que cada persona haya elegido. Unos compraron el billete que lleva escrito “fama y dinero”, otros “servicio y compasión”, otros “indiferencia”, otros “ganancia y crimen”. Pero lo único que cambia es el número de intentos de los que suben y vuelven a bajar para intentarlo una vez más. 

Subí a ese tren el día en que nací. Tras largo tiempo tuve la gran suerte de encontrar, en un vagón especial, a Alguien que me enseñó cómo viajar en el mismo. Me contó acerca de sus misterios, me enseñó muchas otras cosas, pero la más importante fue lo que me enseñó sin palabras, con el ejemplo, y por eso mismo, a menos que tú conozcas también el secreto, no te lo puedo contar. 

Su sonrisa abarcaba para mi el universo entero de mi existencia, y pensé que siendo Ella una gran estrella en el firmamento, los demás viajeros de este vagón especial sólo girábamos a su alrededor, unos como planetas solemnes y fijos en sus órbitas circulares, otros como yo, como cometas que se pierden en el espacio para luego volver al cabo del tiempo, pero siempre girando a su alrededor.

Hoy Ella se bajó del tren, serena, tranquila, sin hacer ruido. Quedé asustado por su ausencia, entristecido, en soledad en medio de los muchos que se unieron a dicho vagón. Necesitaba dar aire fresco a mis pensamientos, y fue entonces cuando la vi por la ventana. Era un pajarillo, de esos juguetones y rápidos, que volaba junto al tren, como desafiándolo en su carrera, alegre y libre. 

Y recordé entonces que a Ella le gustaba enseñarnos también con música, y nos mostraba como un piano podía imitar a ese pajarillo del alma que revolotea ascendiendo y descendiendo... 

Entonces me dí cuenta de que en este tren nadie está sólo, que hay Aves que desde el cielo nos protegen y cuidan, que bajan a enseñarnos, una y otra vez.  Ella seguía allí, con sus enseñanzas vivas.

La alegría penetró de nuevo en mi corazón, porque ahora sabía, sin lugar a duda alguna que este tren, tarde o temprano, más ligero o más lento, lleva a la Gloria, al destino que a todos nos espera al final del viaje. Y como soy criatura de mi tiempo, cantaré para Ella esta canción, que ni es música ni es nada, sino solo la alegría que siento.


¡Buen Viaje Señora!