lunes, enero 20

En realidad no sabemos nada de nada


Cuando dos enamorados bajo la luz de la luna contemplan embelesados su luz plateada, cuando al lado del mar el alma se mece guiada por sus sonidos, cuando el silencio se hace en el alma al contemplar la inmensidad del desierto o el azul infinito del cielo, o la mirada queda prendada del color oriflama del fuego, entonces algo indefinible nos conecta de forma misteriosa con todo el universo y al mismo tiempo con lo más interno de nosotros mismos. El tiempo se detiene, y con el la ansiedad, la desesperación y la incertidumbre. Es un conocimiento sin palabras, algo que tiene que ver con la realidad ultima de las cosas.

Y este es el problema del hombre moderno, olvidó conectarse con el Misterio...


Hoy, en un mundo donde la información nos golpea cada día desde los medios de comunicación, la prensa y la televisión, en un mundo donde se puede conseguir un libro en unos segundos a través de Internet, algo que hace cientos de años hubiera costado innumerables fatigas y esfuerzos, tenemos la sensación de conocerlo todo.

Cuando Plato publicó sus divinos diálogos o Aristóteles sus trabajos científicos, ninguno de ellos pensó en hacer una fortuna, ni tampoco en convertir sus trabajos en bestsellers. En aquella época no había editoras internacionales, ni siquiera prensa escrita. Sus trabajos eran el resultado de profundas meditaciones y experiencias. Ellos eran personajes públicos que vivían en pequeñas ciudades, a la medida del hombre. Sus hechos eran conocidos y también su estilo de vida: no podían engañar a nadie con palabrería huera. Por eso, devotamente, los estudiantes copiaban a mano sus manuscritos, sabiendo que eran tesoros de la sabiduría humana. Y mientras los copiaban, al mismo tiempo, ponderaban cuidadosamente lo que allí había escrito, aquellas eran palabras de sabios que no había que desperdiciar. Quizá sólo alcanzaron a leer algunos libros, no muchos, pues eran raros y caros, pero los pocos que caían en sus manos eran literalmente absorbidos con la sed que guía a los aspirantes a la sabiduría.  También corrían detrás de ellos, pero para escuchar atentamente sus enseñanzas, no para llegar a casa y tumbarse en un sofá para ver la televisión durante horas.

Por eso sus ojos aprendieron a mirar al mundo, de una forma especial, y en lo que veían proyectaban sus propia alma, la magia que todos encerramos dentro, aunque muchas veces cubierta por toneladas de polvo, de información inútil, de datos pasajeros, que impiden que la Verdad aflore tersa, nítida y brillante.

Ya no nos emocionamos ante un paisaje, pues ya lo vimos en fotos, ni ante unas famosas ruinas, ni ante un río hermoso, ni siquiera ante el mar, pues creemos que lo conocemos. En nuestra imbecilidad digital no nos damos cuenta que no es lo mismo un retrato de los Himalayas, que ascender en solitario a sus altas montañas, venciendo con cada paso las barreras humanas y abriendo un camino brillante a nuestro espíritu.

Hace falta reconocer como el sabio que no sabemos nada, quizá así nuestra enfermedad de ignorancia tenga cura, pues sólo el que sabe que no tiene irá en búsqueda de lo que le falta.