viernes, enero 24

La Gran Catástrofe y la Gran Esperanza


Frecuentemente, en nuestros días, no es extraño oír hablar por diferentes razones acerca de la "catástrofe que se avecina". Unas veces como resultado de la literatura milenarista, que aún después del comienzo del S.XXI, asegura que a pesar de ello, el año 2000 sólo fue la señal para que las puertas del infierno se abrieran poco a poco ante nosotros. Otras veces se basan en extraños augurios encriptados en calendarios milenarios, a los que se retuerce para hacer decir lo que se quiera, encontrando así justificación a toda clase de predicciones. Y todo ello sin olvidar las famosas profecías de Nostradamus, o del profeta Zacarías, o de la Virgen de Fátima, por solo mencionar algunas bien conocidas.


También están aquellos que reclaman la llegada de la catástrofe como remedio a sus experiencias negativas: "esto no puede seguir así", "algo tendrá que ocurrir". Y no están faltos de razón los que piensan de esta manera, porque evidentemente algo va a ocurrir: los tiempos cambian, y esta es la única afirmación que podemos hacer con certeza.

Sin embargo, hasta donde nuestra memoria histórica alcanza y por lo que sabemos, ningún pueblo del pasado se dio cuenta de que su hora final había llegado. Ni siquiera los tibetanos, salvo algunos, ni con toda su sabiduría supieron como prevenir el final de su país. Muchas veces los comienzos del final, llegaron inadvertidos, casi de puntillas, sin que nadie pudiera oír los pasos silenciosos del tiempo que se marchó ni del nuevo invitado que llegó a la escena de la historia.


No hace mucho se celebraron el cincuenta aniversario de la conquista del monte Everest en los Himalayas. Lo que llamó poderosamente mi atención fueron las palabras de una alpinista española que alcanzó la cumbre en el año 2000. Decía con cara resignada que a ella le hubiera gustado hacer esa conquista en otro tiempo pasado, cuando una expedición necesitaba más de tres meses para alcanzar la falda de la montaña. En aquella época anterior ir hasta el Nepal era en sí mismo una aventura, había que acceder a aquellas remotas regiones viajando por el mar en barco y por tierra en carros, a caballo y, quizá con suerte, en algún maltrecho tren. Según la alpinista, ahora ya no hay emoción, falta romanticismo. En unas cuantas horas de avión se puede llegar hasta Nepal, donde amables guías turísticos se encargarán de llevar la expedición hasta el mismo pie de la montaña. Ya no hay misterio.

En mi fuero interno reconocí que decía la verdad, y entonces recordé aquellas libros de viaje escritos
en los siglos anteriores que tanto me apasionaban. Mi primer libro, regalo de mi madre, fue Robinson Crusoe. Luego vino Julio Verne, y aquellas historias multicolores para niños con biografías de hombres famosos. Aún hoy en día puedo visualizar en mi mente aquel libro con dibujos donde relataba el viaje de Platón a Egipto, su captura por los piratas del mar, y su vuelta a Grecia en la proa de un barco, ya anciano y con el pelo largo y blanco, pero todavía erguido con noble gesto.

Apenas unas cuantas generaciones han pasado desde la época en que H.P. Blavatsky viajó a la India, escribiendo bajo el pseudónimo de Radda Bai para los diarios rusos. Entre las paginas de su libro "Por las Cuevas y Junglas del Indostán", se deslizan cientos de anécdotas, descripciones de lugares misteriosos y personajes curiosos. En "Las Montañas Azules del Nilgiri" describe a unas gentes extraña, descubierta poco antes, los Todas, a los que la autora califica como pertenecientes a una raza
casi extinta de iniciados. La imaginación se desata ante la lectura de esos relatos y nos lleva entre sus alas a un mundo romántico, donde los tigres, las junglas misteriosas, los relatos de Mika Waltari y el Libro de la Selva, se confunden entrelazados en una maravillosa visión cercana a las descritas en las grandes épicas orientales como el Ramayana o el Mahabharata.

Pero no sólo encontraremos ese mundo maravilloso y exótico en los libros de HPB. Basta leer los relatos de Richard Burton, el famoso viaje y espía británico, para encontrar la misma atmósfera romántica. Este afamado viajero del siglo XIX, se preparó concienzudamente, aprendió árabe hasta hablarlo perfectamente como un nativo, se familiarizó con las costumbres orientales, aprendió a vivir, e incluso a vestir y comer como uno de ellos. De esta manera consiguió lo que ningún occidental había logrado hasta entonces: visitar los lugares sagrados del Islam, entrar en la ciudad de Medina, visitar la tumba del Profeta, y luego peregrinar hasta la Meca. Su viaje, no exento de peligros, pues para un infiel era asunto de muerte la presencia por aquellos lugares sagrados, nos presenta a la sociedad tribal y árabe de la época, la Alejandría y El Cairo de finales del S. XIX, y los azarosos viajes a través del desierto, en caravanas que frecuentemente atacadas por los jefes beduinos de las regiones que cruzaban.

Sir Richard Burton, 1848
También podemos encontrar el mismo estilo en muchos otros viajeros de los siglos pasados, como Anquetil du Perron, en su viaje a la India, o la exploración de algunos misionero como Edkins en China, o sin ir mas lejos en las crónicas de Marco Polo. Esos mundos ya no existen, desaparecieron enterrados por el Siglo XX y su maquina infernal consumista y estandarizadora, borrados del mapa por el igualitarismo de los enanos. Vestimos igual, hablamos casi igual, y sabemos casi lo mismo, no importa donde vayamos, todo es un desierto que consiste en granos de arena repetidos, todo consiste en cultura de carril, en música en conserva e Internet.

La caída del Tíbet, que tanto ríos de tinta ha hecho correr, no fue mas que el último golpe, el último acto de un drama en el que cientos de culturas naufragaron ante el poder de un frigorífico o de un televisor. Cierto autor, del que no recuerdo su nombre, dio una definición perfecta de la situación en que vivimos:

"El drama de nuestra época no es que el hombre haya intentado vender su alma al diablo, sino que el diablo no está interesado en comprarla"

Tan pobres nos hemos vuelto por dentro, que ni las ropas de lujo que nos cubren sirven para ocultar la miseria interior, por la que nadie daría ni una moneda, ni siquiera esas que llevan inscrito el nombre de algo que ya casi no existe, Euro.

Cuando leemos las biografías antiguas, como las de Nagarjuna, el famoso fundador de la Escuela Mahayana de Budismo, no nos sorprende tanto el hecho de que recibiera sus enseñanzas de los Nagas, aquellos seres mitológicos orientales, sino que lo que más nos llama la atención es saber que este sabio durante noventa días y noches, se dedicó al estudio intenso de cierto libro secreto que le mostraron: ¡NOVENTA DIAS Y NOVENTA NOCHES! ¡tres meses! ¿Quien tiene hoy en día esa posibilidad, quien puede abandonar por tres meses sus obligaciones para estudiar intensamente los secretos de la vida? Esas sí que eran cosas milagrosas, realmente increíbles.

Luego, esos mismos relatos, nos hablan de peregrinos en busca de la sabiduría que emplearon meses en llegar a su destino, que pasaron años en monasterios remotos aprendiendo de tal o cual Maestro, que se retiraron algunos años a las montañas, viviendo una vida ascética, para practicar lo que habían estudiado, y que vivían como mendicantes, sin preocuparse de su sustento. Hoy en día, según los casos, a los mendicantes o se les insulta, o se les pone en la cárcel, o bien se les consiente y promueve calificándolos de "marginados sociales", enfermedad que parece ser que es producida por la maldad de la sociedad. En ningún caso, nada tienen que ver con aquellos nobles ascetas en busca de la Realidad Ultima.

Probablemente Buda, en nuestro siglo, acabaría en la cárcel, o bien sería arrinconado como uno más de los cientos de "gurus" esperpénticos que habitan las librerías esotéricas, los grupúsculos sectarios, y las paginas Web. Lo mismo podría decirse que les sucedería al mismo profeta Mahoma, a Lao-Tse o a Epictetus.

¿Quién puede hoy en día ser alquimista? La preparación de la piedra filosofal, o de algún elixir medicinal, acabaría probablemente con los huesos del sabio en alguna mazmorra, por falta de licencia del Ministerio de Sanidad o por ser un peligro para la salud pública, además de la denuncia de los vecinos bien intencionados, que protestarían por el peligro de tener un laboratorio alquímico cerca de sus casas.

Robert Fludd, el filósofo del fuego, viajó durante siete años por Europa, para estudiar con los mejores sabios de la época, para examinar los textos originales que le permitieron convertirse en uno de los mejores alquimistas rosacruces del siglo. Hoy, cualquiera, con paciencia puede conseguir tener una biblioteca alquímica, con varias docenas de títulos únicos por su contenido y valía, a través de Internet. Sin embargo, a pesar de ello, nunca será alquimista, porque ya no tiene donde ir a practicar, ni a quien preguntar y, lo más importante, ni tiene fe. En otros tiempos, aquél que perseveraba, al menos podía conseguir en un tiempo razonable ser un buen experto en espagírica. O en cualquier otro arte, porque entonces se venía a la vida a cumplir algo determinado, un oficio, un tipo de artesanía, una ciencia, etc. Hoy los jóvenes se devanan los sesos tratando de saber que carrera les conviene, qué estudiar y en qué trabajar. Hay oportunidades para elegir de todo, pero muy pocas PARA SER REALMENTE ALGO.

Vasari cuenta en sus biografías de artistas, acerca de un noble que necesitaba hacer un encargo.
Mandó un emisario con instrucción de observar todo lo que hiciera cierto maestro artista al que pensaba pedirle un trabajo. El emisario, cuando se entrevistó con el maestro, le pidió que le enseñara alguna muestra de su habilidad. El artista se limitó a tomar un lienzo en sus manos, y luego con un carboncillo dibujó un circulo, luego le dijo al emisario que lo mostrase a su señor su vuelta. El noble, al preguntar su opinión al enviado acerca del maestro, recibió como respuesta que ese artista no le convenía, que lo único que fue capaz de mostrarle fue un circulo. El noble pidió entonces que le enseñara el circulo dibujado por el maestro. Este era perfecto, no podía distinguirse comienzo ni final del mismo. Entonces le pidió al emisario que le describiese exactamente cómo lo había hecho, y el emisario le dijo que tomó un carboncillo en su mano y que de un sólo trazo lo hizo. El noble preguntó de nuevo si el artista apoyó su mano en algo o si utilizó algún instrumento, y el emisario le dijo que el artista lo ejecutó de un solo trazo y sin apoyar la mano. El noble concluyó que éste era el artista que necesitaba.

Maestría, perfección, profundización en los conocimientos, permitieron que los misterios prácticos estuvieran a la orden del día, los misterios del ser y de sus conquistas. Hoy ya no hay misterios, hoy vivimos los resultados de la catástrofe. Esta enseñorea su devastación alrededor. Por supuesto que no todos eran sabios en el pasado, ni todos eran perfectos, pero había caminos a la perfección, había caminos hacia el interior. Hoy hay internautas de lo ramplón, de lo repetido y rutinario, sin perfección alguna.

La catástrofe ha pasado por aquí, amigo mío, hace ya tiempo, y ni siquiera nos dimos cuenta. Quizá otras catástrofes tengan que venir, quizá la bomba atómica sea juego de niños comparado con lo que nos espera, quizá el agujero de ozono acabe tragándonos a todos, o el eje de la tierra en danza mortal salte para arrastrar de su superficie a estos seres molestos y sin médula en que nos hemos convertido los humanos. Quizá..., pero esa no es la catástrofe que yo lamento, pues a mi lo que de verdad me gustaría es que el diablo estuviera interesado en comprar nuestra alma, porque al menos eso sería signo seguro de que poseemos algo, algo tan inmenso que pueda ser utilizado para el bien y para el mal, pero nunca para la vulgaridad pues, al fin y al cabo, en nuestro poder está el rechazar sus  tentaciones y sentir que hemos vencido y, sólo entonces, veremos sonreír al Tentador que en el fondo, si lo entendemos bien, se muestra satisfecho ante nuestra negativa.

¡Ah! Me olvidaba hablarte de la otra parte del título de este artículo... , pero por no hacértelo largo, te lo diré en pocas palabras: Sí, hay una Gran Esperanza, y tú la conoces, está en tu interior.