LA LOCA CARRERA
Había una vez un grupo de hombres buenos y sinceros, leales y honestos, no se cuidaban de nada más salvo en buscar lo más ideal en cada ser humano, tratando de ofrecerlo así a toda la humanidad.
Se unieron con ese fin y se esforzaron, crearon un sistema propio para gobernarse y situaron sus nobles objetivos bien altos, incluso por encima de sus propias capacidades.
Para ello se prepararon lo mejor posible y tensionaron su espíritu hasta el punto de tomar como modelo el de los viejos guerreros.
En su esfuerzo por llegar a la meta imaginada, dejaron atrás a muchos, por débiles, por inadecuados, por desviados. Quedaron así cada vez más aislados, continuando su carrera y pasando la antorcha desde los caídos a los que continuaron.
Cuando ya se acercaban al final de su alocada carrera montaña arriba, descubrieron entonces que sólo eran unos pocos, y al volver la vista atrás encontraron el camino lleno de cadáveres y heridos a un lado y otro.
Alguien entre los pocos preguntó al líder por los muchos dejados atrás ¿No eran acaso esos tristes caídos los más cercanos entre los hombres? ¿No podrían acaso ayudar también a transmitir aunque sólo fuese un poco del fuego al resto de la humanidad?
El líder quedó pensativo. Entonces a su memoria vino una vieja historia, la del viejo monje y su nuevo discípulo:
"Todos los días imperturbable el viejo monje ataviado con su túnica azafrán y una simple escudilla, tras bajar del monasterio a los pueblos de alrededor, alargaba su mano con el cuenco para recibir las limosnas que de buena voluntad quisieran darle. Nunca, en su orgullo ascético, pidió algo.
Después, cansado, lentamente retornaba al monasterio sumido en sus profundas meditaciones. A veces había conseguido liberarse por unos momentos de su pesada carga humana, de sus andrajosa carne y huesos, para vislumbrar en un arrebato de luz a sí mismo santificado. Pero de nuevo, una y otra vez, volvía a su añoso cuerpo, a su rictus amargo, a sus dedos huesudos y a su espalda cargada de años sin haberlo conseguido.
En el monasterio era famoso por su sequedad, por su distanciamiento y su austeridad que ahuyentaba hasta los perros famélicos que rondaban el monasterio en busca de un pedazo de pan, un poco de arroz o simplemente una caricia.
La estéril rutina se interrumpió un día, cuando el abad del templo, no se sabe si por compasión, le asignó en su ronda diaria un joven novicio, un tanto torpe, pero de ojos limpios.
A la mañana siguiente, en un día soleado y caluroso, como los demás días anteriores, el viejo monje tomando su bastón, y no sin un cierto fastidio, se hizo seguir con una señal por el joven novicio.
Caminaron por los pueblos del alrededor, pero a nadie dirigió la palabra, ni nadie les ofreció refugio ni comida. Imperturbable el viejo monje miró indiferente la cara de sufrimiento del novicio, y siguió su camino, quizás añadiendo unas horas más de lo acostumbrado.
Al final del día, retornaron al monasterio. Comenzaron la larga ascensión por el camino tortuoso. El joven sudaba y se pasaba la lengua por los labios resecos, mientras que el viejo monje caminaba con la boca cerrada y abstraído en sí mismo.
Pasaron junto a las aguas frescas y cantarinas de la fuente en medio del camino. El novicio vio como el viejo asceta continuó ascendiendo sin prestar la menor atención a la fuente. Éste, de reojo, observó el sufrimiento del joven, pero decidido a darle una lección, aceleró el paso de regreso.
Y así se repitió día a día la misma historia, y una y otra vez, la vida seguía sin cambiar, la sequedad del alma del monje cada vez era mayor y su esperanza de alcanzar el ansiado samadhi más lejos todavía.
Uno de esos días, el más agotador de todos, el más largo y cansador, al volver lentamente al monasterio, ascendiendo por el sendero recorrido miles de veces por el viejo monje, se fijó por primera vez en todo aquel tiempo en los ojos del joven, por primera vez se dio cuenta de que había un ser humano doliente cerca de él. Eso le hizo pensar, y sentir que el dolor no sólo era suyo, miró al joven y apretando los labios tomó una determinación. Cuando llegaron a la altura de la fuente, el joven cabizbajo intentó evitar siquiera mirar a las frescas aguas. Pero sorprendido vio como el viejo monje hizo un alto en su camino, despacio cogió su escudilla y la llenó de agua fresca, bebiendo de la misma y rompiendo así sus preciados votos. Luego hizo un gesto al novicio invitándole a calmar su sed.
El joven alegre y sonriente se acercó también a refrescar sus labios y su garganta seca. Entonces el viejo monje contempló algo maravilloso, el novicio comenzó a brillar con un áureo fuego, sus ojos brillando aún más, sus labios se abrieron en una sonrisa que abarcaba el universo entero, y músicas celestiales se escucharon en derredor.
Era Shiva, el dios de los ascetas en persona, quien bendiciendo al viejo monje le dijo: "No hay mayor austeridad que amar y ayudar a quien lo necesite".
El líder tras recordar la vieja historia, dio orden de parar la carrera, porque al fin y al cabo la humanidad no estaba en aquella montaña, sino allí en medio de todos los caídos y heridos. Dieron media vuelta y ayudaron a levantarse a los débiles, y dieron vida de nuevo a los muchos cadáveres, construyendo así el mundo que soñaban, allí mismo entre los que sufren.