miércoles, enero 22

La Loca Carrera

 LA LOCA CARRERA

Había una vez un grupo de hombres buenos, sinceros, leales y honestos. No se preocupaban por nada más que por buscar lo mejor de cada ser humano para ofrecerlo al mundo entero.

Se unieron con ese propósito y se esforzaron mucho. Crearon un sistema propio para gobernarse y se marcaron unos objetivos nobles e inalcanzables, incluso para ellos mismos.

Para ello, se prepararon lo mejor que pudieron y se esforzaron tanto que acabaron por adoptar el modelo rígido de los viejos guerreros.

En su esfuerzo por alcanzar la meta soñada, dejaron atrás a muchos: a los débiles, a los inadecuados, a los que se desviaban del camino. Así, se fueron aislando cada vez más, avanzando en su carrera y pasando la antorcha de los caídos a los que continuaban.

Cuando finalmente se acercaban al final de su alocada carrera montaña arriba, se dieron cuenta de que solo quedaban unos pocos. Al mirar atrás, encontraron el camino lleno de cadáveres y heridos.

Uno de los pocos que quedaban le preguntó al líder por los muchos que habían quedado atrás.

—¿Acaso no eran esos tristes caídos los más cercanos entre los hombres? ¿No podríamos, quizá, ayudarles a transmitir al resto de la humanidad al menos un poco del fuego?

El líder se quedó pensativo. Entonces recordó una vieja historia: la del viejo monje y su nuevo discípulo.

—***—

"Todos los días, imperturbable, el viejo monje bajaba del monasterio a los pueblos cercanos con su túnica azafrán y una simple escudilla, llevando a cabo su tarea con la misma calma. Extendía su mano con el cuenco para recibir las limosnas que le daban de buena voluntad. Nunca, en su orgullo ascético, pidió algo.

Después, cansado, regresaba lentamente al monasterio, sumido en sus profundas meditaciones. A veces lograba, por unos momentos, liberarse de la pesada carga de su humanidad, de su cuerpo andrajoso de carne y hueso, y vislumbrar, en un destello de luz, una versión santificada de sí mismo. Pero una y otra vez volvía a su cuerpo anciano, a su amargo rictus, a sus dedos huesudos y a su espalda cargada de tiempo, sin haber alcanzado su objetivo.

En el monasterio era conocido por su sequedad, su distanciamiento y su austeridad, cualidades que ahuyentaban incluso a los perros famélicos que rondaban el lugar en busca de un trozo de pan, un poco de arroz o simplemente una caricia.

Sin embargo, un día, su estéril rutina se vio interrumpida. El abad, quizá movido por compasión, le asignó un joven novicio como compañero en su ronda diaria. Aunque un tanto torpe, el muchacho tenía unos ojos limpios y brillantes.

Al día siguiente, en una calurosa mañana soleada como tantas otras, el viejo monje, no sin cierto fastidio, tomó su bastón e indicó con un gesto al joven que lo siguiera.

Caminaron por los pueblos cercanos, pero el viejo no dirigió la palabra a nadie ni recibió refugio ni comida. Imperturbable, observó con indiferencia el sufrimiento en el rostro del novicio y, decidido a darle una lección, alargó la caminata más de lo habitual.

Al final del día, emprendieron el largo ascenso al monasterio. El joven sudaba, pasándose la lengua por los labios resecos, mientras el monje, con la boca cerrada y abstraído, continuaba su camino. Pasaron junto a una fuente de aguas frescas y cantarinas. El novicio la miró con desesperación, pero el viejo monje, sin prestarle atención, siguió subiendo. Incluso aceleró el paso al observar de reojo el sufrimiento del joven.

Así se repetía el mismo ciclo día tras día. Y una y otra vez, la vida no cambiaba: la sequedad del alma del monje aumentaba, mientras que su esperanza de alcanzar el ansiado samadhi parecía más lejana.

Finalmente, en uno de los días más agotadores, al volver al monasterio, el viejo monje notó por primera vez en mucho tiempo la mirada del novicio. Por primera vez, comprendió que tenía cerca a un ser humano doliente. Esta revelación le hizo pensar y darse cuenta de que el sufrimiento no solo era suyo.

Cuando llegaron a la fuente, el joven, con el rostro demacrado, trató de evitar siquiera mirarla. Sin embargo, sorprendido, vio cómo el viejo monje hacía una pausa, llenaba su escudilla con agua fresca y bebía de ella, rompiendo así sus preciados votos. Después, el monje hizo un gesto para invitar al novicio a calmar su sed.

El joven, alegre y sonriente, se acercó, bebió y refrescó sus labios y su garganta seca. Fue entonces cuando el viejo monje contempló algo extraordinario: el novicio comenzó a brillar con un fuego áureo; sus ojos, radiantes, y su sonrisa, inmensa, parecían abarcar el universo entero. Resonaron músicas celestiales a su alrededor.

Era Shiva, el dios de los ascetas, quien, bendiciendo al viejo monje, le dijo:

—No hay mayor austeridad que amar y ayudar a quien lo necesite...

—***—

El líder tras recordar esa vieja historia, dio orden de parar la carrera, porque al fin y al cabo la humanidad no estaba en aquella montaña, sino allí en medio de todos los caídos y heridos. Dieron media vuelta y ayudaron a levantarse a los débiles, y dieron vida de nuevo a los muchos cadáveres, construyendo así el mundo que soñaban, allí mismo entre los que sufren.

Ese es mi Ideal, no quiero escalar montañas, sino ayudar con buena voluntad a los que pueda.

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