martes, abril 25

Un Mundo sin Dios y sin Alma

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UN MUNDO SIN DIOS y SIN ALMA

Desde los tiempos más remotos los seres humanos han presentado ofrendas a lo desconocido, al mundo más allá de nuestro inmediato alcance. Han levantado altares, lugares sagrados a veces reducidos a una simple roca, o un árbol. Otras veces han inclinado sus corazones ante la presencia de los astros del día o de la noche.

Los teólogos, o sea los pensadores sobre el dios, han elaborado con el paso de los siglos complejas ideas acerca de los seres superiores, dioses o diosas, únicos o múltiples en sus apariencias.

No obstante en la lejana aldea, o en los pasos solitarios en valles aislados, ajenos a los grandes problemas teológicos, los hombres continuaron reverenciando lo desconocido partiendo, sabiéndolo o no, de una intuición interior de naturaleza espiritual.

También hubieron, y nunca dejaron de haber, hombres que a veces carentes de esa intuición, y otras veces como rebeldía y rechazo ante un dios que no obedecía fielmente sus deseos, negaban cualquier otra realidad existencial. Otras veces las injusticias de este mundo, el horror ante los desastres naturales, en su mayoría inexplicables, hicieron que muchos seres humanos renegasen de la existencia de algún orden espiritual.

Occidente, de manera particular, se ha destacado por construir durante los últimos siglos un sistema de pensamiento materialista. Los descubrimientos científicos deberían de haber servido para liberar a la humanidad de la pesada carga de la subsistencia, y también para alejarla de los dogmas clericales y las supersticiones. Sin embargo el orgullo sin límites sólo ha conducido a la negación de toda raíz espiritual en la conciencia humana. Las armas que la Ciencia ha aportado, los instrumentos, las teorías y avances en matemáticas, física, geología, etc., en muchos casos sólo ha servido para aplastar toda intuición espiritual, todo atisbo de sentimiento religioso profundo.

Los descubrimientos, por ejemplo en Astrofísica, han sido útiles para desmontar muchas supersticiones, pero no han conseguido despejar el misterio último de las cosas. Teorías como la del Big Bang, sobre el origen del Universo, o la Física Cuántica y sus implicaciones psicológicas y temporales, han dejado intacto el sentimiento de admiración y sorpresa que está en la misma raíz de la filosofía, tal como Aristóteles señalaba. ¿Quién puede hoy ufanarse de conocer realmente los misterios de este Universo? ¿Acaso las leyes físicas, en permanente construcción, explican el Universo?

Ciertamente la física describe el movimiento de los astros, las distancias, las radiaciones de diversa índole, todo ello medido desde la distancia, desde el confort de un ordenador conectado con un telescopio. ¿Pero es que acaso se sabe algo del hombre real meramente conociendo su anatomía y fisiología? ¿Se puede juzgar algo de cierto acerca de una persona con sólo una fotografía y algunas mediciones de su temperatura, excreciones y alguna que otra radiografía? ¿Sabemos algo de las causas primarias, que no sean las meramente mecánicas? ¿Podemos decir de los actos de un ser humano que son meramente el resultado directo una “fisiología” o de unas hormonas?.

Ellos así lo creen. Hasta tal punto que han decidido encontrar cuáles son los parámetros que gobiernan la psique humana, para así mejor manipularla. No se estudia psicología para conocer el alma humana, su origen, sus porqués, sino para saber cómo funciona esa parte mecánica e inconsciente de nuestro ser; porque desde luego hay una parte en nosotros que está condicionada y es sin duda animal. Pero para nosotros el ser humano es algo más, y precisamente su verdadera prueba y lucha consiste en elevar la conciencia, liberándola cada vez más de las leyes mecánicas, animales, instintivas y físicas, que del exclusivo dominio de la Ciencia. Pero ésta no puede arrogarse el conocimiento de lo que sólo la Sabiduría milenaria ha llegado a conocer, y que se ha expresado de miles de maneras a través del sentimiento religioso, mediante el acceso intuitivo a otros modos de existencia, y por medio de la filosofía profunda y el misticismo.

Pero no caigamos en el espejismo, porque destruyendo como ha hecho el materialismo todo atisbo de espiritualidad en el ser humano, incluso llegando imaginar monstruos como los que ya se están diseñando genéticamente, mediante el transhumanismo, o sea la eliminación física del hombre para ser sustituidos por inteligencias artificiales, a las que de alguna manera consideran post-humanos y legítimos herederos, con todo eso y aún más, no obstante una gran parte de la población humana continúa teniendo sentimientos religiosos.

Desde nuestro “ombligo occidental” que proclama la liberación final por medio de las sociedades abiertas, neoliberales, no vemos la cruda realidad: el aumento de las tasas de suicidio, de violencia, y ahora incluso la guerra en nuestro propio suelo. Según el Informe de la ONU sobre las drogas, del 2022, alrededor de 284 millones de personas de entre 15 y 64 años consumieron drogas en todo el mundo en 2020, lo que supone un aumento del 26% respecto a la década anterior.

LA PRESENCIA DE LO DIVINO

El Mundo es el Templo. A través de sus ventanales infinitos y de múltiples colores se filtra la luz tamizada. Unos, al pasear por esta catedral, se detienen ante la vidriera azulada, otros se ensimisman en esta o en aquella representación. Pero la Luz sólo tiene un origen, y quien lo sabe, la busca más allá de las apariencias.

La tradición hindú, por ejemplo, ante el misterio insoslayable de este universo, que ni siquiera la Ciencia puede responder, identifica ese otro gran misterio interior, la propia conciencia del ser interior, con ese otro gran misterio al que denominamos Dios, Allah, God, Jehova, Aquello, o cualquier otro nombre con que los hombres lo han presentido. Dice el sabio en los Upanishads “Aham Brahmasmi” o “Yo soy Aquello”, “Yo soy el Universo”, yo soy aquello que está más allá incluso de los dioses de las religiones, porque Aquello es idéntico al Misterio que habita en Mí.

Esas mismas fueron las palabras, en un lejano lenguaje, de los místicos, como Santa Teresa de Avila:

Hirióme con una flecha enherbolada de amor,
y mi alma quedó hecha una con su Criador,
ya no quiero otro amor pues a mi Dios me he entregado,
y mi amado es para mi, y yo soy para mi amado.

O en la voz de San Juan de la Cruz:

¡Oh noche, que guiaste!
¡Oh noche amable, más que la alborada!
¡Oh noche que juntaste Amado con amada,
amada en el Amado transformada!

Todos hablan de Aquello que nos ilumina, que se hace una Luz con Nosotros, como Ibn Arabi, el famoso maestro sufí, y que se manifiesta en muchas formas, pero con una CARACTERÍSTICA ÚNICA que lo distingue, y que es la marca de todo auténtico sentimiento religioso, el AMOR:

Hubo un tiempo,
en el que rechazaba a mi prójimo
si su fe no era la mía.
Ahora mi corazón es capaz
de adoptar todas las formas:
es un prado para las gacelas
y un claustro para los monjes cristianos,
templo para los ídolos
y la Kaaba para los peregrinos,
es recipiente para las tablas de la Torá
y para los versos del Corán.
Porque mi religión es el Amor.
Da igual, dónde vaya la caravana del Amor
su camino es la senda de mi fe.

El filósofo pondera constantemente sobre ese Misterio, el externo y el interno, y si bien no puede creer en ningún dios espantapájaros, ridículo y vengativo, sin embargo presiente Aquello, lo Innombrable, lo que no tiene forma, lo que es la Raíz de Todo. La filosofía es Amor a la Sabiduría, y ésta es inextinguible, enriquecedora, un manantial que nunca se agota, y sabe bien que sólo hay una cosa que puede cegar dicha fuente: el escepticismo sin mesura y la credulidad sin límites. El filósofo busca incesantemente ese Misterio, y no importa cómo lo viva, pero siempre, mientras sea filósofo, siente en su interior la Presencia Silenciosa, aquella Voz del Silencio, a la que no hay que dar nombre, sino escucharla humildemente.

Ese es tu refugio.

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