Es invierno. Fuera de la cueva todo está cubierto de nieve. Los pequeños se refugian junto a su madre, bajo mantas de piel, en lo más profundo del refugio. Tras abrigarte con gruesas vestimentas, tomas el hacha y la lanza y, sin apenas mirar atrás, sales a enfrentarte a la naturaleza. Apartas el cabello desordenado que cae sobre tu frente y observas, hasta donde te alcanzan los ojos, el horizonte hostil. Allí está la comida; allí está la posibilidad de sobrevivir un día más, quizá unas lunas más. Pero también están los lobos, tan hambrientos como tú, los osos pardos —poderosos y peligrosos— y los precipicios sin fondo junto a los cuales tendrás que avanzar sin resbalar y caer en la sima profunda. El viento furioso puede dejarte helado en cuanto te detengas.
Tu presa, esos enormes mamuts, a pesar de su tamaño se mueven con agilidad; son astutos y peligrosos. La última vez, cuatro de los que integraban la partida resultaron heridos; tres murieron entre grandes dolores y congelados. Tú sobreviviste, pero te cuesta mover las piernas, y la herida persistente del brazo casi te impide levantar el hacha. Aun así, hay que sobrevivir a toda costa. Lanzas una última mirada triste hacia la cueva desde la distancia, porque presientes que no volverás...
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Dejemos por el momento a nuestro hombre primitivo en su lucha diaria. La pregunta es cómo pudimos sobrevivir y llegar hasta aquí, hasta el lugar preferente que ocupamos los seres humanos frente al resto de la naturaleza. La respuesta es que todo el potencial de nuestra mente se dirigió a prever el peligro, adelantarse a las dificultades, evitarlas, superarlas o inventar herramientas que nos ayudasen a vencer en la batalla diaria. En esa guerra interminable por la subsistencia desarrollamos un instinto “negativo”: una enorme capacidad para prever el desastre, detectar amenazas y analizar de antemano todos los factores en contra.
Y así hemos llegado hasta aquí, arrastrando con nosotros una mente temerosa, agresiva y pesimista, con un profundo miedo al fracaso y una gran falta de confianza. Esa mente nos fue muy útil, pero hoy se ha convertido en una carga pesada: somos el ser más avanzado del planeta y, sin embargo, somos incapaces de estar satisfechos, de ser felices, de confiar y de ver el lado positivo de las cosas.
Nunca se vendieron tantos libros de autoayuda que supuestamente nos harán más “positivos”; libros de autoafirmación, de autoconfianza, de asertividad; en definitiva, de superación de esa sensación incómoda que nos susurra que no estamos a la altura, que no somos lo suficientemente inteligentes, que fracasaremos, que no estamos preparados y que, aun esforzándonos, nada mejorará.
Es importante reconocer esta trampa instalada en nuestro interior. Es un fallo de “diseño”; o quizá un diseño obsoleto que ya no responde a nuestras necesidades. Para un hombre peludo y primitivo, ser positivo y confiado, vivir plenamente, compartir y amarse con los demás habría significado su destrucción inmediata. El problema es que, aunque hoy podemos permitirnos esas cosas, el “peludito” sigue vivo dentro de nosotros. Aceptemos esta realidad.
Por eso, en los grupos humanos que se forman para una tarea, una empresa o cualquier proyecto, surge el dilema de escuchar al “peludín” o al “hippy amoroso”. ¿Qué liderazgo necesitamos?
El liderazgo “hippy amoroso y libertario” propone un “haz lo que quieras”, sé creativo, deja volar tu imaginación (sobre todo si va acompañada de algún porro). Este enfoque puede llevarnos a formar un bonito campamento hippy, anárquico y funcional solo mientras las mariposas vuelen, el cannabis abunde y el resto de la sociedad los siga proveyendo de lo que no producen. En definitiva, ignora la realidad del salvaje tirano que llevamos dentro.
En el polo opuesto está el liderazgo neandertal. La tremenda inseguridad, ignorancia y desconfianza del “peludo interior” nos hace comportarnos como neandertales: no se admiten réplicas ni aportaciones; las órdenes se cumplen a rajatabla; cualquier sugerencia se interpreta como un ataque personal o una falta de respeto. Es el “yo mando, tú obedeces”.
Pero entre ambos extremos existe un liderazgo más natural: el basado en la confianza propia, en haber superado los miedos e inseguridades del mono peludo y también la ingenuidad alegre —y a veces cínica— del hippy. Necesitamos un liderazgo realmente humano y participativo. Humano porque el líder se entiende a sí mismo y, por ello, entiende a los demás; y participativo no en el sentido de “democrático”, pues lo que suele llamarse liderazgo democrático tiende a convertirse en un gallinero agresivo. Participativo significa respetar a todos, incluso al más nuevo e ignorante del grupo, y demostrar ese respeto escuchando y valorando cada aporte útil.
Decía el sabio egipcio Ptahotep:
No te vanaglories de tu conocimiento,ni te enorgullezcas por ser un sabio.Toma consejo del ignorantedel mismo modo que del sabio,pues no se han alcanzado los límites del arte,ni existe un artesano que haya alcanzado la perfección.
Y después de escuchar con respeto, sin sentirse ofendido por opiniones distintas, el líder decide —porque debe decidir—, pero todos se sentirán partícipes, especialmente si ha tenido la delicadeza de explicar el porqué y para qué de cada acción. En el momento adecuado, hay que incluir a los demás en el plan general y compartir la ilusión de construir algo juntos.
Entonces todos se sentirán parte del proyecto: unos barrerán las escaleras, otros atenderán el teléfono, otros mapearán el proyecto en la oficina, otros entrenarán a los demás, pero TODOS —del primero al último— se sentirán parte del mismo esfuerzo. Y tendrán la alegría de encontrarse cada día sabiendo que TRABAJAMOS JUNTOS. Y entonces quizá no solo habrá empleados, directivos, consejeros y jefecitos, sino también, y sobre todo, armonía y hasta amor entre todos.
